Bienvenidos al blog de Aequilibrium. Encontraréis los tres primeros capítulos de la novela (Un alto en el camino, Un trabajo cualquiera y La dama y el vagabundo) tras los enlaces. Espero que disfrutéis de su lectura tanto como yo de su escritura.
Por cierto, ninguna versión de Aequilibrium tiene protección anticopia, también conocida como DRM. Pronto nos volveremos a leer y, una vez más, bienvenidos.
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UN ALTO EN EL CAMINO
El barro se tragó la bota sin contemplaciones, pero al solitario vagabundo,
que había pasado por cosas peores, no le importó demasiado. Otro tema muy
distinto, sin embargo, era la lluvia, que no cesaba de hostigarlo. Era un
hombre culto, eso sí, pues maldijo en muchas lenguas porque estaba calado hasta
los huesos. Se pasó una mano por la frente, resopló, y chapoteó en un charco con
el pie desnudo antes de continuar la marcha.
La noche era horrible, y la lluvia golpeaba sin piedad guiada por
fuertes y cálidas corrientes del suroeste formando un manto maleable, una
cortina de humo. El río Oscuro, para él un tranquilo acompañante desde hacía ya
tantos pasos, seguía ahora su curso de forma acelerada y violenta, y del bosque,
un poco más allá de la orilla de cantos rodados, llegaban ruidos extraños.
El bosquecillo, pasado un rato no muy largo, desapareció frente a muchos
huertos ahogados con sus casuchas de piedra y techumbre de paja, con sus zanjas
anegadas y sus vallas de tablón astillado. Las maltrechas viviendas se
desperdigaban por todo el paisaje, aunque en aquellas condiciones era imposible
ver hasta qué punto. Al desdichado hombre falto de una bota —o afortunado
poseedor de otra, según se mire—, se le presentó delante una calleja embarrada
apenas iluminada por una tenue luz que provenía de una tabernilla o similar.
Se acercó, observó una tabla apuntalada sobre la entrada que rezaba «La
Posta», y empujó la puerta, no sin esfuerzo, para ser recibido por el arrastrar
de una mesa colocada a modo de tope. Dejó la mesa en su sitio, sacudió un poco
el agua de sus ropas, y un repentino y previsible silencio invadió La Posta; no
le sorprendió. Una chimenea prendida caldeaba la venta. Había frente a él, a
escasos metros, una barra con desiguales taburetes, y tres, contando al
mesonero, silenciosos y perplejos lugareños de desconfiada mirada. Varias mesas
viejas de madera con sus sillas también viejas salpicaban el salón, pero solo
dos estaban ocupadas: en la más cercana vio sentados a dos hombres de mediana
edad, uno regordete y el otro más delgado,
que torcieron los pescuezos en su dirección como cuervo y arrendajo; y apartado,
en una esquina, un hombre ya mayor fijaba la mirada en una desportillada jarra
de cerveza.
Un zarrapastroso anciano barbado carraspeó con violencia, escupió al
suelo, pero pronto recobró la compostura. En la vieja posada de Meridia Sur, El
Burro Cojo, el ambiente comenzaba a mejorar.
—A ver, abuelo —dijo uno de los oyentes—. Vaya directo al grano.
—Calma, hombracho —contestó él—. Permite antes echar un trago a este
viejo. Hacía tiempo que no cataba algo así.
—¿Pero qué se encontró el vagabundo en aquella taberna? —preguntó el
más joven, al que apenas le había comenzado a crecer pelo en el pecho.
—Un recibimiento un tanto frío —explicó—. Aunque la situación se tornó
más amable tras unas cuantas jarras de cerveza a rebosar.
—¡Joder! ¡Ahora tengo más sed, abuelo! ¡Chula! ¡Otra más por aquí!
—¡No me cortes el cuento, gañán! —El joven se llevó un coscorrón—.
¿Por dónde iba? Claro, claro, ya sé. Resulta que el desconocido, mientras se cambiaba
la única bota que calzaba por un par seco que guardaba en el zurrón, se
presentó como Avner Raz. Los demás le dieron conversación, y le dijeron que el
pueblo tenía por nombre Felder. Vamos, que en un digno alarde de imaginación llamaron
«Campo» al poblacho de mierda. El viejo de la esquina, a todo esto, todavía no
había soltado palabra. Pues nada… Los parroquianos siguieron dándole con gusto
a la húmeda delante del extraño; que si sus cosechas estaban hechas mierda, que
si escuchaban no sé qué llanto del copón por las noches, y que el pueblo estaba
maldito por culpa, más que nada, del embrujado y fallecido hijo de aquel silencioso
viejo de la esquina.
—¡Eso no es verdad! —El viejo gritó desde la esquina—. ¡Mi hijo murió
al poco de nacer! ¡Así os coja la peste, cabrones!
Todos se sobresaltaron, menos Avner Raz, claro, que observó la ira y
la culpa en los ojos del hombre aunque no dijo nada; tan solo se levantó y
caminó hacia él. Cuando llegó a la mesa, ocupó una silla con tranquilidad.
—Te han buscado las cosquillas, ¿eh, viejo? —dijo. Cruzó las manos
sobre la mesa y adelantó los hombros—. Tranquilo, no pasa nada. De hecho, puedo
ayudar con el problema. Pero antes necesito saber la historia al completo.
El viejo bajó la vista, abatido y sin fuerzas. Ya no mostraba el pecho
fuera ni la espalda erguida. Dio un largo trago de cerveza, y por poco no vacía
la jarra.
—No tengo nada que hablar contigo, vagabundo. Para mí no eres nada,
como todo el maldito pueblo. Si de mis bolsillos cayeran reales al suelo, ya me
habría marchado hace tiempo.
—Sin embargo, desde que crucé aquella puerta ya andabas preocupado. No
me mires así; solo hay que tener ojos en la cara, y saber usarlos, claro. Puede
que, por alguna razón, no te importe lo que pasa en este pueblo… Pero el asunto
no te resbala por completo. No me mientas. —Se rascó la nariz—. ¿Familia, tal
vez? Ya veo. Alguien te preocupa y no quieres que salga herido o, si nos
ponemos, que muera de hambre.
El viejo apretó el puño con fuerza sobre la mesa, temblaba. Al poco se
relajó, y bebió lo que quedaba en la jarra.
—Tengo un hijo —dijo con ojos vidriosos—. No quiero que le pase nada
malo… Él… Él es todo lo que me queda.
—¿Cómo te llamas, si se puede saber? ¿Y tu hijo?
El viejo pestañeó un par de veces, dudó, como si no recordara su
propio nombre.
—Aviraz Cushman. —Suspiró—. Mi pequeño se llama Benli.
Raz guardó silencio unos segundos, y entretanto tamborileó con los
dedos sobre la mesa.
—Está bien —dijo al fin—, ayudaré. Pero no puedo permitirme el lujo de
hacerlo sin más. Tengo dos condiciones.
Se sentó de lado en la silla para poder ver a todos los presentes; nadie
hablaba, esperaban sus palabras en silencio.
—La primera condición: me gustaría descansar —dijo mirando a Cushman—.
Estoy derrotado por el viaje, pero quiero conservar el poco dinero que tengo,
así que me dejarás dormir en tu casa esta noche. Gratis, se entiende. Allí
nació el niño embrujado del que hablan, ¿verdad? Bien. Echaré un vistazo
mientras me cuentas la historia.
Hizo una pausa por si el viejo mostraba alguna objeción, pero el
viejo, al parecer, no tenía nada que objetar.
—La segunda condición: espero algún tipo de recompensa si logro solucionar
el problema, pues no me tengo por un buen samaritano. Puede que algo de ropa
nueva, que siempre viene bien. Ah, y por el esfuerzo también unas monedas. Si podéis
pagar un real me daré por satisfecho.
Otro silencio invadió La Posta, los lugareños se miraron entre sí, y
Cushman agachó la cabeza como si le hubieran puesto un peso en la coronilla.
—Vale, hay trato —dijo el mesonero—. Somos humildes, pero pagaremos de
buena gana.
El anciano barbado hizo una pausa dramática, pues el truco estaba en
mantener interesados a los oyentes. Dio otro trago de la excelente cerveza
aromatizada con toque dulzón, alzó la jarra boca abajo y las últimas gotas
mojaron la mesa. Llamó la atención de la muchacha que estaba sirviendo y señaló
el recipiente vacío. Echó mano a una oscura hogaza pasada, arrancó un trozo y
comenzó a masticar; recordaba el movimiento mandibular al de una vaca pastando en
el campo. Esto, a todas luces, era una proeza digna de verso, pues el anciano no
presumía de abundante dentadura.
—¿Y luego? —dijo uno.
—Pues nada… Avner Raz pasó la noche en casa del viejo Cushman. Allí
estaba durmiendo el hijo del viejo, Benli, pero lo más importante es que se
enteró de cosas muy interesantes de primera mano, aunque no sin cierto sonsacar
por su parte, claro está.
—¿Y de qué se enteró, abuelo? —preguntó otro.
—No de poca cosa. Al parecer el viejo Cushman quería a su hijo Benli
con locura, pero el pequeño no era el embrujado del que todos hablaban, ¿está
claro? Benli, en realidad, era su segundo hijo. Al punto de tenerlo, parece que
la madre agarró una extraña enfermedad y la palmó. Qué había cogido no lo sabía
nadie, pues en el pueblo ese no había ni medio curandero decente. Algunos
decían que echaba de menos a su anterior retoño, el que había muerto, y que de
la pena acabó espichando sin remedio.
—Menuda gilipollez —dijo alguien desde una de las mesas de atrás. El
anciano no le prestó la menor atención y siguió adelante con su historia.
—Pero bueno, lo importante no es eso. Lo importante es que el tal
señor Avner Raz se olía algo raro, así que hurgó en la herida; metió un dedillo,
como se suele decir. ¿Queréis saber de qué se enteró? —El anciano paseó la
mirada por sus oyentes, algunos de nueva adquisición.
—¡El viejales era en realidad un vampiro! ¡Él mismo se cargó a la
parienta!
—¡Tú sí que eres un vampiro, zángano! Además, todo el mundo sabe que
los vampiros adoptan la forma de hermosos y pálidos mozalbetes que hipnotizan a
las vírgenes para llevárselas a bosques oscuros, y matarlas, o yo qué sé… —El
orador se quitó el sudor de la frente con una mano temblorosa—. Bueno, pues resulta,
compadres, que el señor Cushman no fue capaz, ni su mujer, de cargarse al hijo
embrujado; es decir, de cavar el hoyo. Al bebé lo habían llamado Gabriel, y el
asunto empezó al poco de nacer este, tres meses o así, más o menos. Decían que
la comida se estropeaba cuando estaba cerca, como si la tocara el mismo Diablo,
y que comunas de gatos negros rondaban la casa presagiando las desgracias, y… ¡Ay,
Dios!… ¡Y más cosas de mal agüero, os digo! Vamos, que las señales estaban
allí, así que el populacho se cagó de miedo y apeló a la Purga de los Hechizados,
y que, si no se lo cargaba la familia, ya se lo cargarían ellos en tres días a
lo sumo… ¡Sin acudir a la Iglesia ni nada!
—Pero esa ley ya no existe… Entonces, anciano, ¿se lo bajaron, o no?
—Pues no, porque hacía mucho tiempo que buscaban un hijo; por la
mañana, por la tarde y por la noche; después de atender el huerto; tras tomar
la cerveza en la taberna… Y lo encontraron, por fin, así que no tenían arrestos
para matar a su pequeño. ¡Pero les llegó la suerte como caída del cielo! Un par
de días más tarde, antes de acabarse el plazo que el pueblo les había dado para
la tarea, pasó por allí un vendedor ambulante de ungüentos y otras porquerías; el
tipo, al parecer, se enteró del tema. Les confesó, en secreto, que él también
había nacido embrujado, que se encontraba en plena huida de la Purga y que no
pensaba quedarse más allá de aquella noche. Pidieron al vendedor que se llevara
al crío con él, para que los del pueblo no le hicieran daño, y que lo cuidara
como si fuera su verdadero padre. Le dieron también un recuerdo para el
pequeño: una rara piedra pulida muy clara, atada a una fina cuerda a modo de
colgante, que había encontrado el padre y había atado la madre. Así que mintieron
a todos, dijeron que habían apiolado al chaval y que lo habían enterrado en el
bosque, y como nadie volvió a ver al pequeño se olvidaron de él.
El anciano paseó una segunda vez la mirada por los oyentes. Tenían los
ojos abiertos, y más importante aún, las bocas cerradas.
—Pues eso, que no se lo cargaron. Entonces, como Avner Raz estaba ya cansado
de tantas historias, le preguntó a Cushman qué si se había arrepentido de entregar
a su hijo a un desconocido, pues pensaba que los males que sufría el pueblo
podían deberse a dos cosillas, nada más: o el muchacho seguía vivo; o el
espíritu de la madre no había encontrado descanso. El viejo le contestó, todo
convencido, que si pudiera tomar la misma decisión por segunda vez lo haría
encantado… Y se echaron a dormir. —El anciano tosió en un intento de aclararse
la garganta—. Al día siguiente, tras pasear un rato por el pueblo entre niños
maleducados, madres descaradas y maridos de mirada rancia, el señor Raz llenó
un poco el buche y esperó hasta la madrugada para investigar los alrededores.
Para su sorpresa y alivio, el tiempo había mejorado y no cayó ni una sola gota
de agua… Pero escuchó un ruido, una especie de lamento lastimero o algo así, y decidió
ver de dónde provenía; su oído lo llevó hasta el bosque cercano, se metió en la
espesura, y allí… ¡Zas! ¡El meollo de la cuestión le dio en los dientes!
Creía que la luz de la luna le ayudaría de alguna forma, pero estaba
equivocado, y a medida que avanzaba, paso a paso sobre la vegetación todavía
mojada del día anterior, deseó con todas sus fuerzas poder ver con más
claridad.
Avner Raz notaba una presencia sobrenatural cada vez más cercana y, de
vez en cuando, un llanto que helaba la sangre y enturbiaba la vista llegaba a
sus oídos. Inspiró profundamente, dejando entrar el aire cargado de humedad, y lo
dejó salir de golpe de sus pulmones; aguzó el oído, escuchó algo… justo detrás
de él.
Un tremendo y horrible grito de ultratumba recorrió el bosque, los
campos, las casas y la taberna casi vacía.
Aviraz Cushman y su hijo Benli despertaron de una pesadilla con
sudores fríos; el mesonero dejó caer al suelo aquella jarra que, por mucho que
frotara con un trapo, jamás estaría más limpia; se despertaron los críos en las
casas, y se abrazaron para ahuyentar el miedo; se despertaron los padres y
también los abuelos; se vio interrumpido el coito de aquel picado de viruelas
con la mujer y la hija de su vecino y amigo; se despertó su vecino y amigo; ladró
algún perro rabioso, y salieron de no sé dónde varios gatos negros corriendo en
distintas direcciones.
Después todo quedó en silencio.
Avner Raz se limpió el hilillo de sangre que le bajaba por la nariz, y
mientras observaba el manchado dorso de su mano se preguntó cuánto tiempo le
quedaba. Se levantó del suelo, y miró a la criatura con atención: los ojos, muy
abiertos, los tenía irritados de llorar por una pena que no acaba; la ropa, que
ya no era blanca a causa de la mugre, la llevaba hecha girones; la piel, en
extremo pálida, contrastaba con el cabello oscuro que caía hasta la cintura; las
manos mostraban heridas varias, vio los cortes en sus muñecas, y los pies no
tocaban el suelo, sino que flotaban a escasos centímetros del mismo.
El espectro miraba al hombre joven que tenía delante con aire de
tristeza, y sus labios comenzaron a moverse de nuevo muy despacio, pero Avner
hizo un gesto con la mano y se detuvo. Asomó un vago recuerdo tiempo atrás
olvidado, y la aparición no fue capaz de gritar otra vez.
El vagabundo, que llegó al pueblo calzando solo una bota, ya sabía de
la criatura. La llamaban Banshea en el idioma llano, y en la antigua lengua su
nombre era Bean Seidh, «Mujer de las Hadas», y su agudo lamento precedía a la
muerte. Metió una mano en la funda que llevaba al cinto, sacó una flauta de
llamativos colores, en pocos pasos alcanzó un tronco caído y se sentó; invitó
al espectro a su vera con un gesto de la mano.
La expresión del alma en pena pasó de la tristeza y la agonía a una
mezcla de confusión y curiosidad, y levitando por sobre las hojas caídas acortó
distancia y se situó muy cerca del joven que la llamaba.
—Tranquila, no soy uno de esos músicos tan pesados; no amanso a las
fieras ni a las ratas, y tampoco a otras alimañas —dijo mientras esbozaba una
sonrisa que mostraba compasión—. De todas formas, te contaré una historia que
puede que te guste escuchar, y después interpretaré una melodía que he
compuesto en mi niñez. —Lanzó un melancólico suspiro y volvió a sonreír—. La he
compuesto pensando en ti.
—¡Y una mierda! —Uno de los últimos en incorporase a las mesas, cuya
nariz le hacía parecer más buitre que persona, gritó indignado—. ¡Ahora resulta
que a un Espectro del Llanto se lo cargó con un cuento y tocando el
instrumento! —Escupió al suelo con ganas—. ¡Yo también me toco el instrumento,
y no van muriendo por ahí espectros de esos!
El apelotonado grupo comenzó a reír, algunos hasta se quedaban sin
respiración a causa del esfuerzo, y muchos aplaudían la gracia del buitre… Todos
menos el anciano.
—Yo no dije que se hubiera cargado al espectro —aclaró, una vez
calmada la algarabía—. Y además, os lo aseguro, en lo que pasó en el
bosquecillo no hubo hierro de por medio.
—Entonces, ¿cómo acabaron de aquella manera todos los lugareños? —dijo
un hombrecillo chepudo que parecía saber parte de la historia o, al menos, una
versión diferente—. ¡Hierro, y más de uno, tuvo que repartirse en aquel bosque
del Diablo!
El anciano se sacó algo de la oreja con ayuda del dedo meñique, lo
observó distraído, y dejó el craso elemento pegado encima de la mesa de madera.
—Pues te equivocas, compadre, y de lleno. De hecho, sé lo que pasó de
verdad, pues me lo han contado fuentes fiables, y para nada es como dicen por
ahí; que se pasó la banda de forajidos del Chicharra a joder la marrana o algo
por el estilo.
Escucharon de nuevo con atención, y se acogieron al dicho popular que
mentaba moscas y bocas cerradas en la misma frase.
—El tipo este, Avner Raz, regresó al pueblo por la mañana; el lugar estaba
desierto como si esperaran la llegada del recaudador de impuestos de los huevos,
no se veía ni una sola cabeza en toda la calleja principal. Se sorprendió
cuando, de repente, se abrió la puerta de la casa del señor Cushman y este se
asomó con cautela haciéndole gestos. El músico errante, declarado «no músico»
de profesión, entró en la choza. Allí, compadres, fue donde el viejo viudo se
chivó, por arrepentimiento y vergüenza más que nada, de la jugada que le
aguardaba fuera al de la flauta de muchos colores… ¡Y la jugada era bien gorda!
¡Ya os digo!
Cushman cerró la puerta y la atrancó echando el cerrojo, estaba
nervioso, y no dejaba de mirar por la pequeña ventana que daba a la calle
principal; luego miraba a su hijo Benli, y luego miraba afuera otra vez.
—¿Qué te pasa, viejo? ¿A qué viene esto?
—¡Debes marcharte, por favor! ¡Todos esperaron en La Posta por si
regresabas!
—¡Qué flautilla tan chula! —Benli giraba alrededor de Avner Raz, se
había fijado en la flauta que llevaba en la mano—. ¿Me la dejas?
—No. —Guardó la flauta en el estuche, y Benli puso una cara muy triste—.
A ver, viejo, cuéntame qué pasa de una vez.
—Dijeron… Dijeron que no te iban a pagar nada. Todos se pusieron de
acuerdo en que lo mejor, si sobrevivías a los gritos de anoche, sería sacarte
hasta las botas, que algo de valor llevarías encima.
—¿Y a ti te remuerde la conciencia?
—¡A mí no me jodas! ¡Bastante me arriesgo ya con esto! ¡Así que
lárgate de una vez! —Se apartó de la ventana—. ¡Joder! ¡Ya vienen!
Avner Raz le miró a los ojos.
—Gracias, Cushman. —El viejo se calmó un poco—. ¿Podéis salir de aquí
por otro lado que no sea la puerta?
—Hay una ventana más grande detrás, con los postigos echados, y creo
que entraríamos los dos por ella.
—Coge solo lo necesario, y abre esos postigos… Espera, toma —Avner Raz
sacó del zurrón un pequeño saquillo de piel de serpiente muy abultado, se lo
tendió—. Cierra ya la boca, son solo algunos reales para el camino. Debéis ir
hacia el este siguiendo el río Oscuro, tarde o temprano toparéis con la ruta
comercial, allí tirad hacia el sureste; nada más lleguéis, a la derecha. Dos
jornadas más y os encontraréis en Bajo Vado. Aquí tienes lo suficiente para
comprar una casa y un pequeño terreno que poder trabajar.
Cushman contuvo las lágrimas como bien pudo; no sabía qué hacer ni qué
decir.
—¡Muévete! —El viejo aceptó el saquillo, obedeció, y corrió hacia la otra
habitación—. Benli, ven aquí un momento.
El muchacho se acercó con pasos lentos, como dudando de él.
El vagabundo se arrodilló, le dijo algo al oído, y luego sonrió, pero
no con compasión como a la Banshea sino con ternura. Le puso un objeto en la
mano, y Benli la cerró con fuerza para no perder el regalo. Después se levantó
y le alborotó el pelo; Benli siguió a su padre, que lo llamaba.
Se escucharon gritos en la calleja. Al rato, el vagabundo desatrancó
la puerta y el crujido que hizo al abrirse sonó como una última advertencia.
—¡Sal fuera de una vez, héroe! ¡Tenemos el pago acordado!
Una ligera brisa levantó el polvillo de la calleja cuando Avner Raz
salió de la casa. Corría esa misma brisa cuando vio al mesonero, que sonreía
cínico con el sacho en la mano y muchos hombres mal encarados a su espalda, acercarse
a él con descarada parsimonia. Una ligera brisa levantó el polvillo de la
calleja cuando, mientras se acercaban, les contaba a los aldeanos lo que pasaría
a continuación; cuando explicaba el porqué de su llegada al pueblo; cuando
anunciaba el futuro sufrimiento que padecerían todos ellos, incluidas sus
mujeres y sus hijos. Y tras escuchar al vagabundo, sin poder articular palabra,
tiraron las armas al suelo. El músico errante, declarado «no músico» de
profesión, comenzó a sangrar por la nariz; y era aquel apenas otro hilillo de
fluido carmesí, apenas otro soplo de vida que se escapaba, apenas nada por lo
que preocuparse. De repente cesó la ligera brisa, y en su interior ardió la
venganza; cesó todo sonido a su alrededor, y sus ojos crearon el fuego blanco; los
lugareños intentaron huir, pero los alcanzó el mismísimo infierno.
Aviraz Cushman observaba desde lejos, pegado a la orilla del río
Oscuro, las llamas blancas que se alzaban hacia el cielo vomitando torres de
humo negro. Benli esperaba a su padre, y miraba distraído aquello que tenía en
la mano.
—¿Qué haces, hijo? —preguntó tras darse la vuelta.
—Miraba el bonito regalo que me hizo el vagabundo, papá —respondió, y sonrió
orgulloso.
Aviraz Cushman echó un vistazo a lo que guardaba su hijo en la mano… Y
observó una rara piedra pulida muy clara, atada a una fina cuerda a modo de
colgante, que había encontrado el padre y había atado la madre.
Y el padre comenzó a llorar.
—¿Pero por qué lloras, papá? ¡Es muy chulo!
Cushman no dijo nada, tan solo se secó las lágrimas.
—¿Papá?
—Dime, hijo.
—¿Quién es ese vagabundo, papá? ¿Lo conoces de algo?
—Sí, hijo, lo conocía, pero ya no —contestó.
—¿Y quién es, papá? ¿Eh? ¿Quién es?
El padre lo miró a los ojos con los suyos enrojecidos, y tardó un poco
en responder.
—Quién era, querrás decir. —Lo agarró de la mano para continuar su
viaje hacia Bajo Vado—. De la familia, hijo mio… Era alguien de la familia.
El anciano carraspeó, se revolvió en su silla, y observó a sus oyentes
con detenimiento acariciándose la barbilla con una mano temblorosa.
—Menuda bazofia de historia, abuelo —dijo uno de ellos.
—El final estaba muy claro —dijo otro, que escupió al suelo—. No
sorprendería ni al más lento.
El Burro Cojo comenzó a vibrar, las vacías jarras de cerveza se desplazaron
centímetros sobre la superficie rugosa de las mesas, y fuera, en las calles de
Meridia Sur, estalló un gran alboroto. Todos salieron de la taberna, aunque el
anciano un poco más despacio que los demás.
Por delante de los caballeros cabalgaba su capitán, Varnam Desario, y
por detrás de estos iban cientos de soldados de a pie armados algunos con
picas, otros con lanzas y los menos con espadas; marchaban hacia la puerta
oeste de la ciudad.
«La historia no ha terminado», pensó el anciano.
Se alejó de la multitud con tranquilidad, sin que nadie se diera
cuenta, camino de los establos en busca de su escuálido jamelgo castaño. Tenía
que partir de inmediato si no quería llegar tarde a su cita con aquella hermosa
y solitaria flor azul.
UN TRABAJO CUALQUIERA
Si uno se tomaba en serio a los lugareños, y en verdad podía hacerse, aquel
bosque era refugio de bandidos y asesinos.
Los últimos rescoldos de la hoguera agonizaban bajo una capa de ceniza
blanquecina, entre aquellos robles viejos apenas horadaba la luz de la luna a
través del cielo encapotado, y sobre el rumor del viento les llegaba el eco de
una lejana tormenta. Cinco eran los hombres sentados en el suelo, ocultos a la
vista tras frondosos helechos, con las espaldas apoyadas en los centenarios
troncos. Dos de ellos parecían dormir, con los ojos cerrados, pero mantenían
cerca sus espadas en viejas y descoloridas vainas.
Bran, una vez más, acompañaba a su hermano para ganarse el pan. Tenía veinte
años, nueve menos que Robert, aunque era igual de robusto que él. Ambos vestían
pantalones de cuero cuyos bajos se perdían en el interior de botas muy sucias,
y jubones verde grisáceo por encima de la camisa; Robert intentaba protegerse
del gélido viento bajo una gruesa capa de piel de oveja, y Bran hacía lo mismo
bajo el capote pardo que su hermano le había regalado poco antes de salir de
cacería.
El joven pensaba en la recompensa, pues doscientos reales por cabeza
no eran poca cosa; eran el futuro asegurado durante algunos años, si no se
permitían excesos, y también hermosas mujeres del brazo muy de vez en cuando.
Aulló un lobo más allá.
—No te quedes dormido —dijo Robert—. Esto es importante.
—Tranquilo hermano. —Bran se hundió todavía más en su capote—. ¿Robert?
—Dime.
—Es buena idea estar aquí, ¿verdad?
—No te preocupes, Bran, la manada está lejos.
Miró a su hermano mayor, y suspiró.
—No me refería a…
—Sé a qué te referías. Debemos estar aquí. —Con la espada en el
regazo, deslizó una mano por la cruz y la empuñadura—. Debo, más bien. No me
queda casi nada y, de seguir así, no podré alimentar ni a mis hijos ni a mi
esposa, aunque, de cualquier forma, tú no tienes obligación de aportar nada.
—Todo lo que gano también es tuyo, Robert —dijo—. Lo sabes. Siempre te
estaré agradecido por no haberte largado como hicieron nuestros padres.
El silencio que siguió fue algo incómodo para él.
—Eh. —Robert le miró a los ojos, su semblante estaba cargado de
severidad, pero tardó un rato en continuar—. Si quieres gastar algo en putillas
tampoco te diré nada, hermano. Comprendo que estés necesitado. A veces no basta
con unos brazos fuertes y un rostro aniñado.
No pudo contenerse más, y comenzó a reír.
—Gilipollas. —Bran le tiró una bellota del suelo.
El mayor no intentó esquivar el frutal proyectil, y tampoco fue
necesario, pues pasó de largo a unos veinte centímetros de su cabeza; había
fallado a propósito.
Ahora se reían los dos.
—¡Silencio! —ordenó alguien más allá con una voz autoritaria, áspera y
desagradable.
Cesaron las risas, rápido, tal y como habían empezado.
—¿Quién cojones se cree ese tipo? —susurró.
—Déjalo estar, y mantengámonos alerta, tiene algo de razón —dijo
Robert—. Por un momento me dejé llevar… Eres un liante de cuidado, chaval.
A Bran no le caía bien ninguno de los tres mercenarios que habían
salido con ellos de Fandem, la capital de Eradia; eran callados, extraños, y guardaban
las distancias. Aun así, lo que más le molestaba era que los cinco compartían
el trabajo.
«Malditos sean los de Adaia», pensó.
Aquel que gustaba de ordenar se llamaba Arthur, y rondaba los cuarenta,
vestía una deteriorada cota de malla y portaba una eterna barba de dos días además
de una desgreñada melena canosa; a su lado había un gigante llamado Rannuk, una
mole de cabeza rapada y cuerpo tatuado que ocultaba un espadón entre la húmeda hojarasca;
y, por último, un chiquillo no llegado a la quincena, de nombre Calev, estaba
sentado entre sus dos compañeros sobre un viejo tronco caído, vestía oscuros
ropajes, y tenía el pelo sucio y alborotado como el de un perro callejero.
Bran acomodó el capote, resignado, y se cubrió la testa con la capilla.
Se quedó dormido.
Con la llegada del alba, para mayor disgusto de Bran, los hermanos aceptaron
seguir el plan de Arthur.
Los dos llevaban un buen rato caminando rumbo al este; peinaban la
zona. La pareja se había separado de los mercenarios para, de esta manera,
poder abarcar más terreno, pero no había ni rastro de los fugitivos.
—¿Por qué te has puesto así con ese tipo? —dijo Robert, que aún recordaba
las rudas palabras que Bran había dirigido al líder mercenario antes de aceptar
el plan de mala gana.
—¿Y por qué no? Que dé órdenes a sus perros, pero no a mí —respondió—.
Así y todo, olvidemos la parte en la que tú me convenciste para hacer lo que
decía ese malnacido; el tocino no tiene nada que ver con la velocidad.
—Fíjate en el gigantón —habló su hermano mientras mantenía la mirada
fija en el suelo, atento a cualquier cosa fuera de lo normal—. A esa bestia no
se la doma con palabras, sino a palos. Parece un bárbaro, supongo que norteño, aunque
no estoy seguro. Sea como fuere, solo hay que mirarle a los ojos para saber que
el tal Arthur tira de experiencia.
—Mira mi cara de interés. —Bran mostraba una expresión incierta, pero
en absoluto de interés—. ¿Qué más me da la experiencia que tenga ese? Aceptamos
el trabajo por libre, así que te recuerdo que no nos unimos a filas —dijo
escupiendo las palabras—. Llevan hinchándome las pelotas desde que salimos, y
ahora también me las hinchas tú.
—No te enfades, que lo mismo me da.
Robert decidió cambiar de tema pasados unos minutos.
—Vaya recompensa, ¿eh? El dinero dará para largo —dijo de repente—. Me
gustaría comprarle algún capricho a Erianne, algo pequeño, pero bonito. Ya sabes
que no le gusta nada que me ausente varios días por asuntos como este. ¡Ah! Y tienes
sobrinos, hermano, en los que debes pensar en cuanto nos paguen.
—Bueno, puede que tengas razón. Tendremos ocasión de retirarnos por un
tiempo, pero ya te puedes dar por avisado de que pienso correrme una o dos juergas
antes de hacer regalos a los pequeños. Conozco a una jovencita en cierta casa,
¿sabes? Si yo te contara… Una vez se tumbó en la mesa y levantó…
—Por Dios, Bran, madura un poco. —Su hermano lo interrumpió—. Algún día
tendrás que sentar la cabeza, buscar una mujer que te convenga y compartir tu vida
con ella, tener hijos y esas cosas, ya sabes.
—¿Me estás llamando inmaduro? Como se suele decir: soy un hombre hecho,
derecho y con pelo en el pecho. Que no te quiten el sueño mis esporádicas
visitas al lupanar, Robert. Algún día llegará la mujer que me haga tragar saliva
y dejar pequeño el calzón… ¿O es que quieres deshacerte de mí?
—¿Otra vez la misma cantinela? Todos somos familia, Bran. Erianne y
los niños te aprecian mucho, y yo también, picha brava. Deja ya esa manía tuya de
poner en mi boca cosas que no he…
—¿Pero qué coño es esto?
Bran metió el brazo hasta el codo en la parte baja de un arbusto, y mostró
el hallazgo a su hermano: un sencillo saco de cuero, manchado con sangre seca, no
más grande que el puño de un hombre adulto.
—¿Un descuido? ¿O una trampa?
—Puede —respondió Bran sin especificar—. Pienso que nos escucharían al
acercarnos y se les caería en cuanto emprendieron la huida. —Señaló con el dedo
un trabajado bordado en la superficie del cuero—. Es la cruz de fuego, así que pertenece
a la Iglesia. Espera, dentro hay algo.
Desató el fino cordel, y abrió un poco la bolsa para echar un vistazo
a su interior.
—Es una moneda, un real de oro, pero pesa mucho. —Lanzó el pequeño
saco al aire varias veces—. ¿Qué opinas? ¿Será oro puro?
En aquel momento supo que a Robert le había asaltado una corazonada.
Vio en sus ojos que deseaba volver a casa, abrazar a sus hijos, y besar a su
mujer.
—Opino que guardes eso y que sigamos buscando. Si no damos con ellos,
al menos regresaremos con algo. Es mejor que nada, digo yo.
Bran asintió, estaba de acuerdo, y ató el saco al cinto anudando en él
el cordel.
—¿Doscientos reales de recompensa por dar con dos ladronzuelos y una
moneda? No me salen las cuentas —afirmó sarcástico—. Es cierto que pesa
sobremanera, incluso para un real, pero…
—Recuerda que mataron al sacerdote antes de huir —respondió Robert—.
La Iglesia de Adaia nunca olvida.
—Ya, seguro que era alguien importante. —Se encogió de hombros, y no
dijo nada más.
Avanzaron con cautela, intentando no hacer ruido, y aguzaron la vista
y el oído por si las moscas.
La brisa había cesado, y no se oía el canto de los pájaros tempraneros
ni el movimiento de diminutos animalillos ocultos en la maleza. Todo estaba en
silencio.
Arthur lideraba la marcha, Rannuk lo seguía de cerca, y el joven Calev,
más alejado, ocupaba la retaguardia. Avanzaban sin mediar palabra, mientras
Arthur pensaba que los pasos del gigante tatuado sobre las hojas caídas se escucharían,
con toda seguridad, a un kilómetro de distancia. Calculaba una hora caminando
cuando captó un movimiento por el rabillo del ojo. Les hizo una señal a sus
compañeros para que avanzaran más despacio, perdió al chico de vista, y Rannuk obedeció
a la vez que cerraba la mano con fuerza alrededor de la empuñadura del espadón
que siempre llevaba al hombro.
—Sal de ahí detrás —dijo Arthur—. Seas quien seas.
Algo se movió al otro lado de unos tojos, y un hombre asomó la cabeza
segundos después. Se irguió, aunque no del todo, y salió de su escondite con
pasos vacilantes. Llevaba puestas unas andrajosas ropas de tonos grisáceos, rotas
y llenas de mugre, y medía poco más de metro sesenta. En su mano izquierda, la
cual intentaba ocultar con torpeza tras la tela de una deshilachada capa,
portaba un pequeño y hosco cuchillo. Se diría por su aspecto que había pasado
sin comer y sin dormir varios días seguidos. Los miraba, desconfiado, con unos
ojos saltones llenos de temor.
—Tu nombre. —Arthur gustaba de dar órdenes, pero no de perder el tiempo—.
¡Ahora!
Vio cómo el pánico, de repente, se apoderaba del pordiosero; su grueso
y reseco labio inferior bailaba de arriba abajo.
—Me-me llamo Rabalias, se-señor. —El hombre tartamudeaba, se le atragantaban
las palabras.
—Bien. Pareces una rata, Rabalias, de eso no hay duda. ¿Pero por qué
te escondes como tal en este bosque? —Arthur endureció la mirada más que de
costumbre.
—Me-me buscan, se-señor. Me-me quieren hacer daño. Yo-yo solo tenía mi-miedo,
buen hombre.
—¿Y por qué te buscan? ¿A quién podría interesarle hacer daño al bueno
de Rabalias? ¿Acaso ha hecho Rabalias algo no tan bueno? ¿Algo ilegal?
—¡No-no-no, se-señor! ¡Se lo ju-juro por Dios, que nos mi-mi-mira a
todos desde su trono en el cielo! —Rabalias puso una cara que hubiera dado
lástima al más pintado—. Yo-yo no he cometido maldad alguna en mi vi-vida,
pe-pero me persigue la mala fo-fo-fortuna.
—Mala fo-fo-fortuna, ya. —Se burló Arthur—. Con mala fortuna no
querrás decir asesinato, ¿no? El de un sacerdote de Adaia en la catedral de Fandem,
por ejemplo.
—¡No-no-no, se-señor! ¡En mi vi-vida haría algo como eso! ¡Así el Coco
se-se me lleve si mi-miento!
Rabalias guardó silencio, lo miró a él primero, como estudiándolo con
detenimiento, y después al gigante tatuado.
—¿Es usted el hombre que-que según mi compañero de-debíamos esperar?
Arthur examinó los alrededores con la vista, quería asegurarse de que
el andrajoso y cobarde tartamudo estaba solo antes de hablar.
—¿Dónde está la moneda?
—Pe-perdóneme, se-señor, pe-pero la llevaba mi amigo, no yo.
—¿Y dónde está tu amigo?
A Rabalias le dio entonces por temblar de forma exagerada, y poco
después levantó uno de sus delgados brazos, casi con timidez, para señalar un
camino, a su izquierda, escondido entre la maleza.
—Más allá te-tenemos una choza, se-señor. Nos estará esperando, creo, pe-pero
antes de guiarlo necesito te-tener claro que ha traído el pa-pago que él había
acordado con usted.
Arthur supo que le estaba ocultando algo, pero no dijo nada, tan solo
se dedicó a clavarle la mirada como si de un afilado cuchillo se tratara,
durante largo rato. El rostro del tartamudo, de forma gradual, se puso más
blanco que el culo de un sacerdote de clausura.
—Ve-verá, es… es que-que… se nos ca-ca-cayó no hace mucho. Escuchamos unos
pasos de-detrás, y no-nos separamos pa-para despistar. Te-teníamos pensado
regresar cuando…
«Queríais jugármela, ¿verdad?», pensó. Comenzaba a estar harto de todo
aquello.
—¡¿La habéis perdido?! ¡Más vale que el otro la haya encontrado!
—¡Pe-perdónenos, se-señor! ¡La encontraremos, se-señor! ¡Así el Coco
se-se me lleve si mi-miento! ¡No-no-no ha sido muy lejos, se-señor, lo ju-juro
por mis hijos!
—Espero que tengas razón —dijo.
«De lo contrario, a tu amigo le pasará lo mismo que te va a pasar a ti».
Arthur apoyó el antebrazo derecho sobre el pomo de su espada envainada,
y esperó con tranquilidad a que Calev, oculto a la vista desde un principio, cumpliera
la muda orden.
Rabalias miraba a los dos hombres que tenía delante, tan inmóvil como
si fuera una estatua erigida en medio del bosque en honor a la pobreza y a la
miseria humana, cuando el chico se acercó a él por detrás sin que se diera
cuenta, le tapó los ojos y le cortó la garganta con un pequeño cuchillo.
El líder del trío de mercenarios observó al pordiosero tirado en el
suelo; del corte que tenía en el cuello manaba la sangre oscura y espesa. Calev
estaba agachado junto al cadáver, inexpresivo, con la mirada fija en los ojos aún
abiertos del difunto mientras limpiaba su ensangrentado cuchillo en las andrajosas
ropas de tonos grisáceos, rotas y llenas de mugre.
—Vamos —dijo Arthur—. Tenemos que dar con el otro desgraciado antes de
que lo hagan esos dos.
Robert se ocultó tras un arbusto de casi dos metros y señaló hacia el
claro. Bran lo seguía de cerca, vio la señal, se puso a cubierto tras otro
arbusto y apartó unas pequeñas ramas con las manos para poder echar un vistazo.
En el centro del claro había una pequeña mesa de madera y, poco más allá, una
descuidada cabaña con la puerta entreabierta; nada más. Intentó escudriñar las
sombras del interior de la choza, pero estaba demasiado lejos para poder ver
nada.
—Yo voy primero —dijo Robert en voz baja, y esbozó una sonrisa—. Soy
el mayor.
Bran no protestó, pues conocía de sobra la manera habitual de proceder
de su hermano que, espada en mano, avanzaba ya sin poder valerse del amparo de
la vegetación. Él se preparó por si había problemas.
Un ruido surgió del interior de la choza. Se observaron el uno al otro
y, con un gesto de la mano, Robert le pidió que se calmara. Lo consideraba un
tanto impetuoso, siempre había sido así, y no le faltaba razón; a punto estuvo
de salir cargando como un caballero, pero sin caballo, claro. Hizo caso a su
hermano mayor y se quedó muy quieto, y callado, sin hacer otra cosa que no
fuera mirar. Robert continuó moviéndose hacia la casucha, y se detuvo muy cerca
de la puerta, a un lado de la misma, y se quedó en cuclillas con la espalda
apoyada en la vieja pared de maderos. Bran vio que le hacía otro gesto, esta
vez con la cabeza, para indicarle que había llegado el momento de avanzar hasta
su posición.
«Allá voy», pensó mientras salía a campo abierto con cautela.
Al tercer paso que dio le pareció distinguir un movimiento entre las
sombras, tras el hueco de la puerta, y un segundo más tarde vio una ballesta
asomando al exterior. Robert no se había percatado, y él no tuvo tiempo de reaccionar;
el virote salió disparado, al sonido sordo del mecanismo lo siguió un gemido
ahogado, y Robert se echó la mano al cuello, allí donde sobresalía un perno de
madera violando su carne. Balbuceó algo ininteligible, tosió y escupió sangre
en abundancia, justo antes de quedarse sentado en el suelo, muy quieto,
mientras respiraba con dificultad, esperando la muerte.
Bran no daba crédito a lo que acababa de pasar.
Salió corriendo hacia la choza, con la espada desenvainada en una mano,
y gritando con ciega rabia avanzó veloz sin miedo ni cautela. Un hombre enjuto y
harapiento abrió la puerta de una patada; había tirado la pequeña ballesta con
la que había disparado a su hermano, y en las manos sujetaba otra ya cargada. Bran
acortaba la distancia que los separaba a pasos agigantados, y el hombre disparó
un nuevo proyectil. Sintió una punzada en el hombro, un dolor agudo, como una
fuerza que clamaba por detener su impulso, pero no se detuvo, no le importó,
había dejado de sentir dolor en aquel instante y solo quería venganza. Cargó
contra él con el hombro sano, entraron rodando en la choza, el atacante cayó de
espaldas y se golpeó la cabeza, y Bran se precipitó al suelo de lado. El dolor en
el hombro le hizo soltar la espada, que se deslizó sobre las tablas del suelo hasta
perderse entre las sombras, y chilló como una bestia herida.
Dentro estaba oscuro, el polvo que flotaba en el aire inundaba sus
pulmones, cuando el hombre se levantó y empezó a propinarle patadas con todas
sus fuerzas. Se cubrió la cara usando los brazos, los labios le sangraban, ya no
sentía la nariz, y de pronto sintió como el desconocido intentaba desatar de su
cinto el pequeño saco que contenía la moneda robada; logró hacerse con él y,
tras asegurarse de que el real estaba en su interior, salió corriendo.
A Bran lo embargó la ira, y con un rápido movimiento, aunque algo
torpe, se levantó. Ignoró las heridas, el dolor palpitante, y arrancó el trozo
de virote que sobresalía de su hombro derecho justo antes de lanzarse a la
carrera en pos del fugitivo. El hombre no había conseguido alejarse de la choza
más que unos pocos metros cuando le cayó encima; la bolsa se le escapó de las
manos, la pieza de oro salió disparada de su interior, y trató de darse la
vuelta para zafarse de su presa.
Bran lo tenía inmovilizado, pero no quiso escuchar sus súplicas, ahora
apenas sentía el dolor de la cara ensangrentada o el del hombro, solo sentía el
odio más profundo, y con el mismo trozo de virote que se había arrancado
apuñaló al desconocido una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…
Cuando recuperó el real, poco después, lo sostuvo entre sus manos y las
de su hermano moribundo. Apoyó su frente en la de él, y las lágrimas que
inundaron sus ojos se mezclaron con la sangre de su rostro.
«¡Los demás no pueden andar lejos! ¡Resiste, Robert!».
—¡Arthur! —Bran gritó con todas sus fuerzas—. ¡Arthur! ¡Ayuda!
La brisa había cesado, y no se oía el canto de los pájaros tempraneros
ni el movimiento de diminutos animalillos ocultos en la maleza. Todo estaba en
silencio.
LA DAMA Y EL VAGABUNDO
El capitán Daniel Carlaen avanzaba con paso firme recorriendo el patio
de armas del castillo de Rhomuan. Era casi mediodía, y sus hombres reflejaban
el cansancio en los rostros; invadía la plaza el entrechocar de las armas, los
gritos de severos tutores y el rumor de la rutina diaria.
—La postura no es la correcta, Vigan. —Recogió la espada sin filo del
muchacho, que se le había caído al suelo, y el joven escudero lo observó con
respeto mientras se hacía a un lado para no molestar a su capitán—. Prueba así.
Levantó el arma asiéndola con las dos manos, con seguridad, y buscó el
punto de equilibrio más cómodo y estable. Su rival estaba preparado, y así se
lo hizo saber.
Dio un paso rápido hacia delante, demasiado para el confiado tutor, y
atacó con una estocada directa que topó con una torpe parada por respuesta. Desplazó
el peso de su cuerpo, como dudando un momento, aunque no engañó a su oponente;
la espada cortó el aire, pero el escudo la detuvo. Completó entonces una nueva
finta, media vuelta y un cuarto más, y lanzó una patada a la rodilla del
contrario, que cayó al suelo con la sorpresa en sus ojos.
—Hay que cumplir el código. —Devolvió la espada al escudero—. Pero usar
el engaño puede darnos una rápida victoria, así que recordad: nuestro deber es
defender la ciudad en vida, que no presumir de honor en la muerte.
Continuó su paseo por el patio de armas fijándose en cada parada, en
cada movimiento de pies, en los giros y estocadas.
El cielo estaba cubierto de nubes, sin embargo, el calor era agobiante
y notaba el sudor bajo las ropas y la cota de malla. Alzó la mano hacia la
torre del vigilante tras ver a una comitiva de sirvientes avanzando hacia el
comedor por uno de los laterales techados del patio. Dos veces sonó el tañido
de la campana, y caballeros y escuderos formaron en columna de a cinco; al
fondo estaban los escuderos, más cargados que sus tutores ya ordenados y, por
supuesto, también más exhaustos. Todos se cuadraron firmes, pero algunos a
destiempo.
—¡Repetid! —Carlaen esperó. De nuevo se escuchó en el recinto el ruido
de los pertrechos; los escudos pegados a la izquierda del cuerpo, y la punta de
la espada, inmóvil, a centímetros del suelo. Casi se movieron al unísono esa
vez, pero para Daniel, «casi», no era suficiente.
—¡Otra vez! —Los escudos volaron a un lado, las espadas al otro. Las filas
e hileras cuadraron entre sí a la perfección durante la ejecución de los dos
tiempos en los que se dividía el movimiento.
El capitán avanzó liderando la formación, que parecía moverse como una
serpiente de gigantescas proporciones, y torció a la izquierda frente a las
grandes puertas principales. En uno de los pasillos laterales, los funcionarios
del conde que se encontraban esperando, se movieron hacia el lado opuesto del acceso
al comedor dejándoles espacio. Alzó un puño por encima de su cabeza y todos los
hombres se detuvieron al instante.
—¡Formación en columna de a dos! ¡Prepárense para la comida! ¡A media
tarde, instrucción a caballo! ¡Descansen!
Los hombres se relajaron, pero sabía que no romperían la formación hasta
que él abandonase la zona; echarían a correr en busca del baño deseado,
volverían a toda prisa, y esperarían al beneplácito de la encargada de cocinas
para poder entrar y saciar el hambre.
Se dirigió al otro lado del patio, pasó bajo un arco de piedra, y se
metió en un pasillo poco iluminado. Giró a la derecha en la primera bifurcación,
dejó atrás varias puertas laterales, y siguió caminando unos metros antes de
volver a girar a la derecha. Al fondo de aquel pasillo, de menos longitud que
el anterior, había una puerta a mano izquierda con un enorme grabado: un
caballo de guerra rhomuano. De la bota sacó un pequeño juego de tres llaves, seleccionó
una de ellas al tacto y la introdujo en la cerradura. Se escuchó el sonido
producido por el sencillo mecanismo, empujó la puerta y entró en sus aposentos.
Dejó la espada envainada, el cinto y la cota en el perchero de madera;
ya tendría tiempo de ocuparse del mantenimiento del equipo.
Se sacó la ropa empezando por las botas, que volaron a baja altura, y
una de ellas impactó contra la pared. Sujetó la camisa por la parte baja y tiró
hacia arriba dejando al descubierto una musculosa espalda llena de cicatrices, recuerdos
de un pasado del que no se sentía demasiado orgulloso, y con ella se quitó el
sudor de la cara y el pelo antes de lanzarla al suelo. Los pantalones se
pegaban a las piernas, pero tras varias maniobras y una certera patada,
acabaron en la esquina.
«Organizaré más tarde».
Cerca de una de las paredes se encontraba la bañera de latón; la llenó
con unos cubos de agua fría que había preparado por la mañana, y se metió en
ella sin ningún tipo de miramiento. Sus músculos se tensaron a causa del frío.
Al rato se fijó en su propio reflejo, que lo miraba desde abajo con el ceño
fruncido, y comprobó que en su corto pelo negro empezaban a destacar las canas.
No se sentía viejo, pero cosas como esa le hacían pensar que lo era.
Se lavó a conciencia, después se recostó con la mirada perdida más
allá de la piedra del techo, y pensó en todo lo que había logrado en su vida y
también en lo que no. Aguantó la respiración y se sumergió; le dio la sensación
de que el mundo se había quedado mudo, solo escuchaba los latidos de su
corazón. Abrió los ojos debajo del agua, se acercó una mano a la cara y la
encontró extraña; agitó la superficie, y vio como la realidad se deformaba de
manera imposible para luego regresar a la normalidad. Emergió de golpe con los
ojos cerrados, respiró profundamente, y adjudicó sabores al aire que inundaba sus
pulmones a través de la boca abierta.
Alguien golpeó la puerta tres veces a modo de llamada, aunque no muy
fuerte.
—Vuestra comida está lista, capitán… ¿Os encontráis ahí?
«Ella».
La suya era una voz dulce, melódica y suave; si existían las sirenas
de los cuentos, los marineros que caían en su embrujo auditivo experimentarían
la misma sensación que Daniel experimentaba ahora mismo.
—Sí —dijo al cabo—. Enseguida abro la puerta. Permíteme un momento,
por favor.
Una considerable cantidad de agua mojó el suelo cuando salió de la
bañera a toda prisa, alcanzó unos pantalones limpios del arcón, a los pies de
la cama, y se tomó un segundo para respirar hondo y calmarse. Había tomado
parte en numerosas batallas, había sentido miedo en ocasiones y escapado del frío
abrazo de la muerte en otras tantas y, sin embargo, ahí estaba él, intentando
no sonrojarse. «Imbécil», pensó. No deseaba hacerla esperar, así que una vez
puestos los pantalones, descalzo y con el torso desnudo, abrió la puerta.
La joven no era muy alta, pero a Daniel siempre le había parecido que
su belleza compensaba ese insignificante detalle. El pelo, del color de la
miel, lo llevaba recogido en una sencilla coleta que le caía por encima del
hombro hasta acariciar la redondez de uno de sus pechos, que se intuía bajo la
ropa. Vestía con el atuendo clásico de los sirvientes del castillo de Rhomuan y
de la mayor parte de Eradia —falda azul claro y camisa blanca con volantes—, y
sujetaba bajo el brazo izquierdo una bandeja en la que transportaba cubiertos, un
plato con algún tipo de guiso y una pequeña jarra de agua fresca. Apoyaba la
mano libre en su delgada cintura, en una postura que podría considerarse igual
de descarada que la sonrisa que lucía en ese momento.
«Parece una reina, no una sirvienta».
—Discúlpame, por favor, estaba dándome un baño —dijo él—. Adelante,
Jennifer.
—No tiene que disculparse, capitán Carlaen. —Jennifer entró en la
habitación, y dejó la bandeja sobre una modesta mesa de madera—. Dejaré esto
aquí mismo, y cuando regrese a sus obligaciones me encargaré de recoger. Espero
que no le importe, ya sé que a usted no le gusta que nadie se encargue de sus
cosas.
Daniel cerró la puerta despacio, pues todavía no quería dejarla salir
de la habitación. Pensó en lo joven y hermosa que era, y en que no podía controlarse.
Estaban muy cerca el uno del otro, pero no lo suficiente para él. Avanzó unos
pasos más, de manera pausada, pero firme, sin vacilar. Ella no se movió de
donde estaba y, a menos de un paso de distancia, tuvo que alzar la vista para poder
mirarlo a los ojos.
—¿Necesita algo más, capitán?
—Eres preciosa, Jennifer —dijo Daniel, susurrándole al oído.
—Muchas gracias, pero he de irme… Tengo trabajo que hacer.
—¿No puede esperar?
—Me temo que no, capitán. —Apartó la vista, parecía intimidada—. Debo
irme, de verdad.
«Tengo la ligera impresión de que esta pobre chica de diecisiete años
quiere jugar con el hombre de treinta y cinco», pensó al ver como trataba de
ignorarlo.
Ella intentó bordear al caballero con la intención de dirigirse hacia
la puerta.
—¡No te vayas! —Se giró con rapidez y la agarró del brazo; no apretó
con demasiada fuerza, pero logró detenerla.
Jennifer se dio la vuelta y de repente levantó la otra mano para propinarle
una bofetada; él cerró los ojos, aguantaría con estoicismo su reacción.
«No será capaz».
Notó la suave mano de la joven acariciándole el rostro, deslizándose pausada
hasta llegar al pecho desnudo, y cuando abrió los ojos vio en los suyos la
burla y el amor; había sido una de esas obras de teatro que en algunas
ocasiones aún le sorprendían, y que en todas le encantaban. Ella acercó su
cuerpo al suyo, se deshizo de la presa, y guio las manos del caballero en pos
de su cintura.
Sus labios se encontraron y, jugando, los dedos de ella se perdieron
entre los negros cabellos de él.
Daniel se encontraba de nuevo en la bañera, pero esta vez estaba acompañado.
Jennifer mantenía la cabeza echada hacia atrás, agarraba los bordes de latón, y
su pelo por completo mojado brillaba como obsidiana pulida a la luz del sol de
mediodía. La superficie enjabonada del agua le cubría parte de los pechos,
insinuando sus provocativas formas. Clavó en él una mirada que brillaba de
diversión. Para ella tampoco parecía ser un problema el estar tan apretados.
—El día menos pensado acabaran por descubrirnos, amor mío. —Parecía algo
triste al decir aquello—. Puede… Puede que fuese mejor no hacer caso a la pasión
tan a menudo.
Daniel sonrió.
—Puede que sí —dijo despreocupado—. De todas formas, tarde o temprano
habrá que anunciarlo. Y ese día ya poco importará si alguien sospechaba lo
nuestro. —Sacó los brazos del agua, buscó sus manos—. Dejarás de servir en el
castillo, Jen… Te servirán a ti como esposa del capitán.
Vio como se ruborizaba, tenía la sensación de que soltaría una de sus
risitas nerviosas y coquetas, pero no lo hizo, sin embargo respondió con una
mirada acusadora y sonrió maliciosa.
—Así que… ¿Me está proponiendo usted matrimonio, capitán Carlaen? ¿Aquí?
¿Tras haber hecho el amor? ¿Metidos en una bañera y enjabonados hasta las pestañas?
¡Muy romántico, desde luego! ¡Pidamos su opinión a nuestra mugre en el agua! ¿Qué
piensa usted, oh, mugrosa autoridad del amor caballeresco? —La mugre, acorde a
su naturaleza, no pensaba nada en especial.
Ahora era él quien se ruborizaba.
—Bueno, yo… supongo que sí, pero… si quieres puedo hacerlo de otra
manera. No sé cómo debería…
Jennifer comenzó a reírse, y al hacerlo emitió el sonido más dulce que
jamás había escuchado en toda su vida. Después maniobró, no sin dificultad, y se
le puso encima rodeando su cuello con los brazos para besarlo.
—Tranquilo, tonto —dijo ella—. Solo era una broma.
Volvió a reírse, volvió a abrazarlo, volvió a besarlo.
—¿Eso es un sí? —susurró él.
Ella, algo más seria, apartó la mirada.
—¿La verdad? No lo sé, Daniel. Sabes que te quiero, pero… No sé si
podría soportar el cambio. Sería maravilloso dejar de vernos en secreto, poder
mostrarte mi afecto sin miedo, pero las miradas… Los comentarios… La gente no
pararía, y el servicio… ¡Ay, el servicio! Adjudicarían mi cambio de posición a
una astuta artimaña de seducción o, Dios me libre, al uso de un embrujo sobre
ti. No sería de extrañar que tales habladurías se extendiesen más allá del
castillo, entonces me encontraría siendo el tema principal de las charlas de
tus hombres, y… —Se calló un momento—. No sé si podría aguantarlo.
—Lo entiendo, pequeña —dijo—. La diferencia de edad no es algo que
muchos pasarían por alto… y nuestro estrato social tampoco nos ayudaría ante
ojos más tradicionales. —Sonrió, y buscó su mirada—. Pero no me importa la gente,
ni los dimes y diretes… Me importas tú, Jen… Te quiero.
Ella lo abrazó más fuerte.
—Te quiero.
Las maravillosas palabras salieron de sus labios en un susurro de voz
aterciopelada.
—Esperarás mi respuesta, ¿verdad? —preguntó.
La besó con dulzura.
—Por supuesto, mi amor —contestó Daniel—. Esperaré cuanto haga falta. —Decidió
quitarle hierro al asunto—. Cuando dices «te quiero» suena muy bien, ¿sabes? Recorre
mi cuerpo una sensación de bienestar, y deseo cumplir todos tus deseos… ¡Eh, no
sería tan descabellado eso del embrujo!
Jennifer saltó hacia atrás, como indignada, y comenzó a salpicar alrededor
con gestos ofendidos mientras él reía a carcajadas y trataba de cubrirse la
cara con las manos.
Jennifer recorría el pasillo todo lo rápido que podía intentando llegar
cuanto antes a la zona de cocinas; no tenía ánimos para soportar ningún sermón,
y la señora Marta, la encargada del servicio, poseía un talento natural para ellos.
«Me he retrasado, y la cabeza me da vueltas. Bueno, no es para menos».
Daniel se le había declarado, quería dar a conocer su secreta relación,
y aunque se moría de ganas por aceptar su proposición, estaba segura de qué se
encontraría si lo hacía: sabía que su vida no resultaría más fácil. Ya no
tendría que trabajar nunca más en las cocinas, ni lavar la ropa en el río, ni
barrer, ni fregar suelos… Pero a partir del anuncio de una boda no podría dejar
atrás las miradas celosas ni los comentarios a hombro pasar. Él era capitán de
la guarnición de los caballeros del reino de Eradia en Rhomuan, y ella una simple
sirvienta que poco había visto en su vida. Sentía una mezcla de diferentes pareceres
y sentimientos encontrados bailando alrededor de su sentido común, y se
volvería loca si no tomaba pronto una decisión, aunque por nada del mundo
quería romperle el corazón a su amado.
«Pero si acepto es probable que llegue a hacerle daño de un modo u
otro… Ser tan solo una sirvienta no me excluye de guardar mis propios secretos».
Bandeja en mano, se hizo a un lado cuando una docena de criados atravesó
el pasillo a toda velocidad. «Yo también me paso el día corriendo de aquí para
allá, como ellos. ¿Por qué no voy a merecer un descanso?», pensó. Tarde o
temprano tendría que aguantar el sermón de la señora Marta, pero la encargada
tendría que esperar, pues no pensaba presentarse enseguida ante ella.
Esquivó con soltura a unos cuantos miembros más del servicio, saludando
con un gesto de cabeza a todo aquel que le resultaba conocido, y llegó a la
zona de cocinas. Se acercó a la puerta de la principal y más grande de ellas,
redujo la marcha, y se detuvo a escuchar con atención. Apreció el metálico sonido
de cacerolas, ollas, jarras, platos y demás, siendo frotados con espátulas,
bañados en jabón y aclarados a conciencia; y también el característico paso de
las escobas sobre los suelos de piedra. Pero ella buscaba un sonido en
particular: la estridente, irritante y desapacible voz de la señora Marta. No
la escuchó, y asomó la cabeza con cuidado, tras asegurarse de que el pasillo
estaba libre de miradas indiscretas, para echar un vistazo. Comprobó aliviada que
aquella vieja amargada no se encontraba allí, así que entró presurosa, dejó la
bandeja al lado de la primera pila de cacharros pendientes de lavar que
encontró, y se puso en marcha de nuevo. Más adelante una escalera le permitiría
acceder a la primera planta, y desde allí llegaría en un suspiro al lugar que
estaba buscando.
Observó con cuidado ambos lados de una intersección, frente a ella se
encontraba la escalera, y la señora Marta seguía sin aparecer; dando gracias a
Dios, continuó con paso decidido.
Antes de alcanzar los últimos peldaños se aseguró de que todo estuviera
tranquilo. Allí arriba no había ni un alma, y el silencio campaba a sus anchas.
La primera planta del ala oeste del castillo la ocupaban los aposentos de los
sirvientes personales del conde de Rhomuan, por así decirlo, la punta de lanza
del servicio, lo mejor de lo mejor. «Es increíble que los propios caballeros del
reino deban compartir la planta baja con el servicio, mientras estos lameculos gozan
de buenas vistas al exterior», se dijo. En aquel instante se moría de ganas por
pegarle una patada en sus partes al responsable de tal genialidad.
No era la primera vez que subía y, sin pensárselo, dio grandes pasos en
dirección a su ventana favorita. La ventana tenía la misma forma que la punta
de una flecha, la altura del dintel era suficiente para que un hombre robusto pudiera
permanecer erguido en el alféizar, y estaba flanqueada por unas gruesas
cortinas de color azul grisáceo y perfil morado, ambas sujetas a cada lado de
la misma por unos sencillos soportes de hierro clavados en la pared.
Comprobó por última vez si disponía de total privacidad. Al parecer,
el personal que se alojaba en aquella planta estaba muy ocupado como para pulular
por la zona. Descolgó ambas cortinas dejándolas caer, resguardándose de
posibles interrupciones ajenas, y se sentó en el alféizar, que mostraba una
ligera, pero no peligrosa, inclinación hacia el exterior. Subió las piernas,
avanzó en cuclillas unos centímetros, y se situó, dentro de lo cauto, a poca
distancia del borde. Apoyó la espalda en la fría piedra y se sentó con las piernas
cruzadas.
Habían construido el castillo en una posición elevada, lo que hacía
que la vista desde aquel lugar fuera increíble. La brisa fresca jugueteaba con sus
cabellos y acariciaba la piel de su cuello provocándole ligeros escalofríos.
Veía el camino que salía de la entrada principal y se desviaba a la derecha,
colina abajo, a lo largo de una inclinada pendiente, para acabar, cientos de
metros más allá, tras las dos grandes puertas de la ciudad que daban paso a la
zona residencial, donde se podía ver, aunque no sin esfuerzo, cierta actividad
en el mercado. El río Roca seguía su curso hacia el suroeste desde su
nacimiento en las lejanas montañas del norte, las Arktan, y las tierras que se
extendían a su alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, vestían de un melancólico
color verde apagado.
Rhomuan siempre le había parecido una tierra muy hermosa, y ya desde
niña se había sentido ligada a ella, aunque no tenía ni idea de si había nacido
allí…
Pero ella no estaba en la ventana por el paisaje, sino por él.
El sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra del camino era
constante, duro, poderoso; la procesión de caballeros avanzaba precedida por el
capitán Carlaen, que iba montado a lomos de su semental negro, Bicosón, el cual
exhibía en la barda los colores azul y blanco perla del reino de Eradia. Daniel
lucía por encima del gambesón una brillante cota de malla, que nada tenía que
ver con la que solía usar durante los entrenamientos matutinos, y llevaba el
yelmo bajo el brazo izquierdo, cuya mano quedaba libre de las riendas de la
orgullosa bestia negra como la noche. Abandonaron la ruta que se dirigía hacia
la urbe, pues su destino se encontraba al sur campo a través, y Jennifer se
imaginó cómo sería presenciar alguno de aquellos entrenamientos en los que
tomaban parte las magníficas monturas.
Sin previo aviso, un intenso dolor recorrió su cuerpo.
De su nariz manó un estilizado hilillo de sangre que besó sus labios
con extrema delicadeza, sus manos comenzaron a temblar, y la blanca camisa con
volantes se manchó de rojo. Intentó limpiarse con movimientos espasmódicos, embargada
por la extraña sensación de que aquella sangre no era suya, pero, por encima de
todo, lo que sintió fue un gran dolor en la cabeza, agudo y penetrante, como si
miles de agujas afiladas se clavaran en su cuero cabelludo.
Quería bajar de allí, arrastrarse al interior para que alguien pudiera
encontrarla, así no moriría a causa de una estúpida caída, pero de repente se
dio cuenta de que no podía moverse. Supo entonces que era demasiado tarde para
pedir ayuda a gritos, pues tampoco podía hablar, demasiado tarde para evitar
que sus ojos, que ya se cerraban a medida que perdía la consciencia, no sucumbieran
ante la oscuridad con la luz de la tarde como único testigo, y, por supuesto, demasiado
tarde para dejar aquella ventana.
Hola, ¿Tienes en mente publicarlo en papel, sin ser en versión Kindle?
ResponderEliminarLa verdad es que la pinta es buenisima, enhorabuena
Aravan (DonBosco)
Gracias por tu comentario, Aravan (de fantasía Épica, supongo).
ResponderEliminarTodavía no me ha respondido ninguna editorial, y mientras espero he decidido publicarlo yo mismo en Amazon.
Si llega el momento de la publicación en papel ten por seguro que lo anunciaré a los cuatro vientos. ^^
Si no me equivoco y has llegado aquí desde Fantasía Épica tras comentar en el post de la novela, echa un ojo a la proposición que he colgado en dicho post ( y si me equivoco, también).
Un saludo.